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I. INTRODUCCIÓN
No hay duda de que la forma de transmitir la idea nacional a través de la historia tiene un papel muy destacado en la construcción cívica de una sociedad. Como instrumento formativo, ayuda a responder al conflicto vital del ser humano en cuanto a su identidad y posición dentro de un colectivo determinado, pero por ello mismo también es un arma política de primer orden, como puede comprobarse en las diferentes interpretaciones y selección de hechos que se han usado para su explicación, motivo de controversia parlamentaria y docente que aun hoy está pendiente de resolución, espinoso asunto porque traspasa el mero aspecto formativo para convertirse en un problema existencial e ideológico.
La bibliografía histórico-docente desde la Transición ha sido prolífica y abierta, y aunque no son demasiadas las obras que abordan el problema nacional en este contexto, he seleccionado cuatro de ellas, que a mi juicio exponen con claridad esta situación, bien desde el punto de vista histórico, bien desde el ofrecimiento de nuevas perspectivas para intentar positivizar tan importante debate.
La primera, de Carolyn P. Boyd , es un minucioso repaso a la idea de nación y los sistemas educativos y reformas que se han sucedido desde la Restauración hasta la Transición, con un contenido muy amplio y detallado tanto de las ideologías como de las personalidades y sus obras, bien relacionados con su momento político y cultural. Concretamente para el periodo franquista, he seleccionado también la específica obra de Rafael Valls sobre la docencia de la autarquía, a mi juicio muy bien documentada y con conceptos claros para el periodo de apogeo del nacionalcatolicismo franquista.
Los aspectos más teóricos y distintivos del nacionalismo como base docente para la enseñanza de la historia de España en el pasado están espléndidamente recogidos en la obra coordinada por Juan Sinisio Pérez Garzón . En ella, diferentes especialistas abordan exhaustivos análisis y ejemplos sobre los rasgos nacionalistas en la enseñanza, y hace asimismo una serie de interesantes propuestas de futuro para entender la realidad española más allá del dilema identitario.
Por último, y como ejemplo del valor e importancia política de la enseñanza de la historia, he seleccionado la obra coordinada por José María Ortiz de Orruño , que recoge las posturas de diferentes profesionales en torno al debate generado por el discurso de Esperanza Aguirre en la Real Academia de la Historia (1996) y su plan de mejora de las humanidades (Proyecto de Decreto de Mínimos), elaborado por la Fundación Ortega y Gasset para la ESO (1997).
II. EL REGENERACIONISMO Y LA HISTORIA NACIONAL
Tras el 98, la idea de España había sufrido una fuerte convulsión en cuanto a su identidad, y dos fueron los factores principales de este suceso: por un lado, el canovismo había supuesto una reforma política fuerte y central, pero fracasó en cuanto a la vertebración del país, propiciando de este modo la definitiva eclosión de los nacionalismos subestatales. Por otro, la pérdida de los últimos vestigios del imperio colonial supuso el definitivo golpe de consciencia sobre la auténtica posición española en el ámbito internacional. España se había convertido desde este momento en un problema, en un “cuerpo histórico” que necesita una regeneración. Los análisis de intelectuales y regeneracionistas buscan las causas de la “enfermedad” en el caciquismo, la desigualdad, el analfabetismo, el atraso, y el alejamiento de Europa. Desde luego, una de las prioridades era la reconfiguración del sentido de lo español, y las iniciativas para la praxis de la reforma parten en su mayoría de intelectuales provinientes de la I.L.E. Como dice Costa: “hay que rehacer al español; acaso dijéramos mejor, hacerlo” .
Carolyn P. Boyd incide en la gran demanda pública de reforma que existía en este periodo, con un gran ascenso obrero y regional y escaso acierto del gobierno en cuanto a valores y objetivos nacionales . La “revolución desde arriba” trata de llevar a cabo los cambios pertinentes en el sistema educativo, encontrándose con varios problemas. El primero era de índole económica y social (bajo nivel de los maestros y escasa posibilidad de asistencia del alumnado), el segundo, de equilibrio entre establecer una doctrina estatal liberal o tradicional católica , es decir, encontrar un sustituto de valores a la religión, que cristaliza en la idea de patriotismo como concepto que se aleja de los problemas éticos generados con la actitud política caciquil .
Debido a esta situación, entre 1900 y 1901 se creó el Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes (los maestros cobran por primera vez del Estado) y se decretaron nuevos planes de estudios con escolarizaciones gratuitas (6 a 12 años), pero “el pluralismo institucional, la segmentación social y la debilidad del Estado se combinaron para avivar los conflictos ideológicos que caracterizaron cada vez más a la sociedad española” . Los conflictos entre la libertad de cátedra (propugnada por la I.L.E.), la intervención del Estado (con opiniones partidistas muy divididas) y el tradicional papel de liderazgo docente de la Iglesia, generaron actividades duales, pues mientras en 1907 y nacían la junta para la Ampliación de Estudios e Investigaciones y la Residencia de Estudiantes, los católicos hacían su contraofensiva con la creación de las Escuelas del Ave María, de la mano del Padre Manjón . Esta dualidad no sólo se daba entre los sectores krausistas y católicos, sino entre el propio ámbito del turnismo, pues si para Canovas la soberanía era la suma de monarquía y Cortes, para la oposición residía en el pacto ciudadano, lo que suponía la creación de historias alternativas , en una dura pugna por intentar movilizar a las clases medias cultas.
Siguiendo a Boyd, la historia de España del siglo XIX (con fuerte influencia de la obra de Modesto Lafuente: “Historia de España desde los tiempos más remotos hasta nuestros días”, 30 volúmenes, 1850-67) era de corte ecléctico, con inspiraciones ilustradas, románticas y empíricas, por lo que la herencia nacional aceptaba el innatismo y apriorismo, incluso en los liberales, admitiendo como esencia española valores como el individualismo, tradicionalismo, orgullo, indisciplina, sobriedad, templanza, idealismo, etc..., valores que entroncaban perfectamente con el ideal moderado de legitimar la monarquía constitucional no por sus diferencias con el absolutismo, sino por sus afinidades . La didáctica de la historia (secundaria y universidad únicamente) se caracterizaba por la abundancia de libros de texto (pugna entre los catedráticos e institutos) y una enseñanza plagada de verborrea erudita.
Esta falta de unidad fue resuelta de tres formas: adoptando el castellano como lengua definitoria, el celtiberismo como forma de identidad formativa y el devenir histórico como agente configurador del carácter nacional . Tanto los católicos como los progresistas de la Restauración admitían el carácter teleológico español hacia la unidad nacional, pero si para los primeros el vínculo definitivo del españolismo era el sentimiento religioso (caso de Sánchez Casado), para los segundos era su carácter, entendido como capacidad de adaptación y asimilación de las diferentes culturas que aquí dejaron su huella (Moreno Espinosa) .
En cuanto a la forma de impartir la materia , se observa una prehistoria poco explicada (amenaza para la teoría católica); una Edad Media más usada por los progresistas (avances legales, fueros, Cortes, códigos), con el periodo árabe asimilado a “lo español” (moros “españoles”, distintos a los otros moros); la época de los Reyes Católicos asumida como la más brillante y gloriosa de la historia, con justificaciones al problema de la Inquisición (“eran cosas del pasado”, “otros los trataban mucho peor”) y de América (vista como culminación de la civilización y la religión española). Los Habsburgo son acusados de imperialistas para ambas tendencias, aunque su divorcio entre estado y nación (progresistas) era justificado por los católicos por haber preservado la unidad religiosa. Los borbones eran bien considerados en general por su impulso de progreso y por su preservación de la unidad nacional, aunque la penetración de ideas extranjerizantes y cismáticas eran duramente criticadas por los ultracatólicos.
El siglo XIX era un “campo de minas reciente que era preciso evitar” , y ninguno relaciona las luchas de este periodo con los problemas de su tiempo, tratando de hacer una ruptura para no explicar el presente. La monarquía no se define como sucesora del Antiguo Régimen, la lucha liberalismo-Iglesia ponía en conflicto a la religión como vínculo, y el pueblo aparecía esporádicamente. Los conflictos simbólicos son un hecho, y hechos como la Guerra de la Independencia se resuelven incidiendo en la lucha contra el invasor y no en la ideología que estaba penetrando. Por ello, se recurre más al pasado, en concreto al mito fundacional de la Reconquista como arranque de “lo español”, más acorde en su contenido heroico con los atributos hispánicos. Es decir, que el pasado está claro, pero el futuro es un problema, por lo que los libros de historia de la Restauración se caracterizan por su “pasividad, complacencia y obediencia a la autoridad establecida” . “El pasado no transmitía una herencia o definía una misión que pudieran abrazar los jóvenes españoles” .
El conflicto entre Estado y España estaba, pues, planteado, y la huida de una explicación moderna cristalizaba en las voces de los jesuitas y dominicos (para los que la Edad Media constituía el origen de la pujanza española católica) y en personalidades como Menéndez Pelayo, españolista conservador, tradicionalista y ultracatólico, que defiende estas esencias bajo una filosofía basada en dos conceptos universales: cultura clásica y cristianismo. Así, afirmará que los verdaderos españoles no han sucumbido al extranjerismo . Su obra, “Historia de los heterodoxos españoles” (1882), ha sido uno de los pilares de la filosofía esencialista de nuestro país. La tendencia es, pues, tratar de explicar lo que hay de eterno en la idea de España, es decir, lo que hay de idéntico en el pasado y el presente. La historia sería, de este modo, una lección práctica de una filosofía igual y eterna , o lo que se deduce de ello, tratar de explicar donde se habían torcido las cosas para “participar de una tradición y esforzarse en restaurarla” . Esta defensa de la tradición como solución al problema puede encontrarse en los textos de Merry y Colón, Ruiz Amado o el propio Padre Manjón , y en el esfuerzo conservador, más unido que la directriz liberal, en la creación de editoriales didácticas (Bruño, Edelvives, L. Salesiana, SM, Miñón, etc...).
Desde otro punto de vista, los regeneracionistas progresistas, ven el futuro en el pueblo y su revitalización. Personalidades como José Deleito afirman que la historia es el producto cultural de la actuación humana (por lo que el concepto de nación se ve sujeto a la renovación). Costa afirmará que “el único remedio para hacer honor a nuestro pasado es ponerle punto y final” . Krausistas, regeneracionistas, noventayochistas y europeístas, incidirán en el valor terapéutico de la historia (“intrahistoria” como fisionomía subyacente y real de lo español) y en la necesidad de vertebración de España, (sea generando un nacionalismo cívico “desde abajo” o, según Ortega, desde las élites).
La influencia de estas tendencias y de la nueva historia francesa y alemana (crítica y positivista, basada en hechos empíricos y sociales), tuvo su máxima expresión en España en la figura de Rafael Altamira , de ideología republicana, cuya idea era llevar los valores cívicos de la historia al pueblo, mostrándola como un desarrollo “genético”, en constante cambio y teniendo siempre en cuenta de forma prioritaria las manifestaciones sociales. De este modo, el alumno no sería ya un sujeto pasivo, sino un ente creador, y para fomentar este aspecto promocionó actividades extraescolares, tales como visitas a museos, contactos con documentos y todas aquellas actividades que promocionaran la capacidad de análisis, creatividad y civismo del español. Todo esto indicaba la necesidad de retirar el mito de la historia y apuntar a las verdaderas contribuciones de España al mundo, y por ello las diferentes épocas eran tratadas de forma igualitaria .
La reforma que García Alix trató de impulsar en base a esta nueva visión (se introduce en 1901 la historia como asignatura obligatoria en primaria), fracasó por no haberse acompañado de un programa de preparación paralela del profesorado, pero si dio algunos frutos, como la creación del Centro de Estudios Históricos (1910), dirigido por Menéndez Pidal. El conservadurismo de los catedráticos y la división ideológica produjeron que entre 1903 y 1923 no llegase a cristalizar en los planes de estudios más que un año de historia de España en bachillerato, sin normativa alguna en cuanto a su contenido . Como respuesta, en 1918 nace el Instituto-escuela, con una visión cíclica de la historia en cada curso, vista como un todo, y la inclusión de laboratorios de mapas, textos, etc., de influencia francesa. La labor de Altamira no se había institucionalizado, pero sí consiguió derribar en gran modo el mito y acometer sin miedo el problema del siglo XIX. La deslabazada actividad docente tuvo seguidores de este historiador en Aguado Bleye, Rarafael Bellester y Castell, Rodolfo Llopis, Teófilo Sanjuán y Martí Alpera.
III. EL NACIONALCATOLICISMO Y LA DICTADURA DE PRIMO DE RIVERA
El periodo de Primo de Rivera contempla el ascenso de una teoría del estado autoritario, católico y corporativista, cediendo el control ideológico de la docencia pública a la Iglesia, lo que Boyd califica como educación pasiva . Los planes de los ministros Callejo (1926) y Tormó (1930), supusieron la reafirmación de la uniformidad docente, con textos únicos y los catedráticos reducidos a meros entrenadores para exámenes.
El discurso nacionalcatólico, que parte de Ángel Ganivet (“Idearium español”, 1896), trataba de “rescatar” la “constitución nacional de la raza”, es decir, abandonar cualquier atisbo de materialismo para abrazar el idealismo, entendiendo la “grandeza nacional” como una cuestión de “fe y voluntad”. Esta teoría trataba de reaccionar contra la corrupción caciquil, o lo que es lo mismo, del liberalismo, por lo que, en palabras de Julián Juderías, sería un “antídoto contra la violencia, el industrialismo y la plutocracia que prevalecía en el esto de Europa” .
La idea de “extranjerismo invasor” del siglo XVIII se ve de nuevo reforzada, por lo que vuelve la tendencia al subjetivismo y el abandono al positivismo propugnado por Altamira. La patria es equivalente a la familia, y cualquier intento de modernización es considerado inútil y antipatriótico. Ramiro de Maeztu hace constar que la pérdida del imperio (cuestión importante para revitalizar una dignidad militar herida) sucedió por dar la espalda a los principios evangélicos de la monarquía católica, que solo puede volver de la mano de un estado autoritario . Del mismo modo, Enrique Herrera Oria afirma que la historia debe tener carga ideológica para crear firmeza moral.
La autora incide en este punto como el inicio de la tensión de las dos corrientes del nacionalcatolicismo: la política (autoritarismo y nacionalización) y la católica (tradicionalismo y contrarrevolución), es decir, la “voluntad” a la altura de la “tradición”. A pesar de que la dictadura había creado 8.000 escuelas públicas, había subido el salario de los maestros y había conseguido reducir el porcentaje de analfabetización, la precariedad de las escuelas y la escasez de plazas no consiguieron culminar el plan educativo, pero en este momento se acababa de reafirmar una de las visiones de las “dos Españas”.
IV. LA NACIÓN CÍVICA REPUBLICANA
La vuelta a la apertura política, de la mano de la República, trajo de nuevo el debate sobre la racionalidad y el compromiso cívico. Se trató de hacer una escuela nacional mixta, no dogmática, cívica y democrática, como lo demuestra la propia Constitución de 1931, que configura un sistema gratuito y laico regulado por el Estado. El alejamiento del clero de la labor docente y el fuerte impulso estatal a la cultura supusieron un giro docente que la Iglesia no estuvo dispuesta a digerir. Frente a la ofensiva laica realizada por el Estado, los católicos reaccionarán con fuerza, acusando a la República de antiespañola (desde las escuelas privadas, sobre todo Hermanos Cristianos y Maristas, y desde las editoriales Bruño y Edelvives) y exaltando las contribuciones de España al mundo en el plano espiritual, exacerbando su discurso de forma notoria.
La historia era concebida como un devenir, un eslabón de una cadena de progreso, de conquista de libertad, igualdad y bienestar, pero la versión tradicional ofrecía pocos elementos para consolidar los valores republicanos, pues entraba en conflicto con tótems culturales tan arraigados como la Hispanidad o la idea de respuesta a la invasión en la Guerra de la Independencia . El problema era que si había periodos deplorables en el proceso histórico, ¿cómo podría vincularse a la ciudadanía a dicho proceso?. La respuesta republicana será de logro del presente sobre el pasado. Según el propio Azaña, la nacionalidad española ni depende de su régimen político ni es consustancial a la monarquía, y reconoce que la tradición regionalista de España sería recuperada por la República . La República debe, pues, difundir más que investigar, pues ha planteado por primera vez desde el gobierno, una directriz positivista y abierta.
La metodología docente volvía a utilizar las fuentes primarias y secundarias, las lecturas históricas (enfocadas hacia los valores morales, como justicia y libertad) y un tratamiento de la materia como proceso hacia el progreso, el dominio del entorno y la vinculación hacia la humanidad, por lo que se abandona el “propósito nacional” para incidir en los valores cívicos. Además de los libros de Gloria Giner de los Ríos o Daniel González Linacero, se utilizan los de los autores extranjeros, como Albert Thomas o V.M. Hillyer, destacando las lecturas que abordan valores cívicos y democráticos, de carácter más universal.
En opinión de Boyd , la historia fue en este periodo una guía moral (como en el siglo XIX), aunque cambia el abanico de imágenes y virtudes. Afirma igualmente que siguió existiendo una falta de consenso entre los ciudadanos y los políticos, por lo que las escuelas no consiguieron ser agentes de hegemonía cultural, sino “emplazamientos desde los que se cuestionaba la legitimidad del Estado”. Además, “los republicanos carecieron de tiempo y consenso necesarios para luchar por sus objetivos con total libertad, y de recursos financieros y políticos con los que imponer sus puntos de vista por la fuerza”, y su fracaso en la nacionalización se debió a que su oposición a la “otra España” era una oposición a su historia tradicional (conflicto de su postura como el ofrecimiento de una tradición continuada), pues “la comunidad que imaginaban era de republicanos, no de españoles [...] a pesar de su sincero patriotismo, estaban fomentando sin quererlo las acusaciones de antipatriotismo de la derecha”. La autora concluye con que “cuando los españoles se lanzaron a luchar unos contra otros, no solo lo hicieron por decidir el futuro de la nación, sino para definir el sentido de su historia”.
V. LA HISTORIA Y LA DICTADURA FRANQUISTA
El franquismo admite dos periodos en su sistema educativo: hasta 1953 y posterior. El primer periodo, que coincide con los años de la autarquía, está fuertemente marcado por una recuperación del nacionalcatolicismo (que se eleva a su máxima potencia), y el segundo, por la paulatina relajación de esta retórica a causa de los parámetros exteriores que fueron penetrando desde los años de la apertura.
En cuanto al primer periodo, Rafael Valls establece un análisis de los elementos que componían el círculo del poder, básicamente falangistas y católicos, con cierto peso (aunque mucho menos importantes) de monárquicos tradicionalistas y militares. La corriente falangista buscaba una educación basada en el totalitarismo estatal al modo fascista europeo. Los católicos, la tradición y virtud pasiva. El autor destaca la gran variedad psicológica existente en todos los grupos, como el grupo Acción Española (herederos de Maeztu), de tono clerical-fascista, los falangistas liberales en torno a la revista “Escorial” (Tovar, Laín, Ridruejo), los católicos aperturistas (Ruiz Jiménez, ACNP) y los integristas, en torno a la revista “Arbor” (Acción Española y el primer Opus Dei). Todas estas tendencias, diversas pero en un reducido espectro ideológico, son otra manifestación del sistema de “familias” existente en el seno del franquismo, otorgando el dictador en este caso el dominio docente a los católicos, pero sin eliminar la tensión con los falangistas para evitar el monopolio de los primeros.
El autor plantea tres objetivos docentes para este periodo. El primero , desmantelar el sistema republicano, recuperando el “sustrato del nuevo hombre” en la religión católica y abandonando cualquier tendencia laica, federal o europeísta. La Iglesia tiene pleno derecho de inspección en todos los centros docentes y a ello sucede una fuerte normativa de represión y depuración de textos y profesorado . El patriotismo suponía el rechazo frontal de lo exterior, considerado como la “no España”, y por tanto, los docentes laicos y krausistas (es decir, la ILE) fueron expulsados del sistema. Según Tuñón de Lara, 7.000 maestros fueron apresados y dos tercios del profesorado, exiliado o destituido .
El segundo objetivo es el de la subsidiariedad del Estado , que crea solo 11.500 escuelas de enseñanza primaria entre 1939-1955 (por 13.500 creadas entre 1931-1933), con una gran demanda de alumnos. En cuanto a la enseñanza secundaria, una orden de 1937 elimina por “innecesarios” 38 institutos, permitiendo la creación de otros tantos nuevos, pero privados y eclesiásticos. Así, si en 1939 había 113 institutos estatales, en 1959, sólo había 6 más. La universidad y enseñanza profesional estaba bajo control falangista.
El tercero, la generación de un nuevo profesorado , en la que por ley del 25 de agosto de 1939, podían acceder a la enseñanza primaria excombatientes, mutilados y víctimas de la guerra (por supuesto, del lado “nacional”), incluso sin haber cursado magisterio. El resto de las plazas de enseñanza se ceñían a fuertes tribunales férreamente tutelados por adeptos al régimen.
En cuanto a la interpretación y transmisión de la historia de España, Valls establece unos aspectos cuantitativos : reducida atención a la historia universal y amplia dedicación a la España imperial, con fuertes condenas a los periodos no católicos o extranjerizantes (siglos XVIII-XX), por lo que la práctica totalidad del temario se centraba en la “España gloriosa” de la Edad Media y en la recuperación de los valores por parte del “alzamiento nacional” franquista. Destacan de nuevo los aspectos prometeicos de héroes, con predominio de lo bélico y los aspectos políticos y religiosos enfocados a “lo español”, con escasas explicaciones económicas y sociales, siempre derivadas hacia los valores tradicionales atribuidos a los españoles.
El autor establece un interesante estudio de los temarios desde 1939 a 1953 siguiendo a autores como Jorge Vigón (heredero de las teorías de Menéndez Pelayo), textos del F.E.N., interpretaciones de textos didácticos de diferentes cursos y editoriales. Siguiendo a Vigón , los títulos que figuran en su obra didáctica son bastante elocuentess: “Hacia la unidad de España” (cristianismo-Reyes Católicos); “Cuando no se ponía el sol en las tierras de España” (Siglos XVI-XVII); “En la pendiente de la revolución” (desde la Ilustración hasta la Guerra Civil, periodo en el que España “deja de ser” para convertirse en la “negación de sí misma”).
En cuanto al primer periodo , la idea explícita es la aportación cristiana de España al Imperio Romano, destacando el papel de Teodosio, o San Dámaso como salvadores de la “crisis pagana” por gracia de la “única y verdadera sabiduría”. Este periodo incluye los aspectos irreductibles “propios de los españoles” en los episodios de Numancia, las guerras cántabras o Viriato. La época visigótica es explicada como el inicio de la ciencia y la unidad de España, conseguido “porque Dios y la verdad estaban con ella”. Las figuras de San Isidoro y Recaredo, son, por tanto, las escogidas, pues encarnan la perfecta comunión entre estado e Iglesia. El periodo musulmán es entendido como un accidente, destacando sólo aspectos estéticos y la labor de pervivencia católica llevada a cabo por los mozárabes, pero el peso de esta fase está en el periodo medieval de los reinos cristianos, perfecta expresión para el franquismo de unión peninsular a través de la religión (comunidad de ideales) y cima de las estructuras políticas que tendrán su máxima expresión en el reinado de los Reyes Católicos, sin duda el preferido por el régimen para sustentar la esencia de los valores patrios, siendo los creadores de la unidad territorial, nacional y religiosa, es decir, el nacimiento de la idea de “Unidad de destino” .
El segundo periodo es tratado como el momento en el que catolicismo e imperio se unen para formar el concepto de Hispanidad, concepto surgido “por los deseos compartidos de los reyes y su pueblo” . Felipe II fue la máxima figura del periodo, el rey que encarnó con mayor “virtud” el sentido de lo español y el máximo defensor del catolicismo en el mundo (España como nueva Roma). La leyenda negra era una “invención de franceses e ingleses”, refutada según el régimen por Lummis, Humboldt y Walsh (en este caso sí interesan las opiniones extranjeras), y la decadencia del siglo XVII era ceñida sólo a aspectos económicos y a la pérdida de fuerza de los reyes.
El tercer periodo es un alegato contra la presencia ideológica extranjera (ministros), logias masónicas e invasiones, culpando de la “pendiente del desastre” a la obra ilustrada y revolucionaria francesa. El siglo XIX es tratado de forma breve, condenatoria y desordenada, justificando las guerras carlistas como un intento de defensa de tradición frente al libertinaje y condenando a los políticos de la Restauración por permitir la disgregación regionalista de España. La II República fue condenada sin paliativos por todos sus frentes (ruptura de la unidad, amenaza comunista, ateísmo, etc...), pues el tratamiento de su fracaso era directamente proporcional a la justificación del alzamiento franquista, que es elevado a la categoría de movimiento salvador y recuperador del nacionalismo español: “España es un nuevo estado al internacionalismo, en todos sus aspectos, opone un fervoroso nacionalismo [...] armonía social basada en la hermandad y la jerarquía entre todos los españoles, y al laicismo opone un sentido católico y tradicional” .
La conclusión que hace el autor de este periodo es que la educación nacionalcatólica fracasó en la edificación de una ideología que aunase a la burguesía tradicionalista y a la Iglesia, debido a la precariedad de la clase media y la disociación entre los escasos activistas de falange y las diversas corrientes católicas. Como características de este periodo apunta un rechazo al pluralismo y a las libertades, una defensa a ultranza de la unidad (pleno rechazo y fuerte represión a cualquier idea de regionalismo, entendido como separatismo y antiespañol), uso de retóricas fascistas (raza, imperio, líder) y lo que llama “tercerismo utópico” (proclamas antisocialistas y anticapitalistas en un nuevo estado creador de una nueva armonía). Hay una vuelta a la “España eterna”, con ideas deterministas y teleológicas de su historia, y cuyas desviaciones progresistas eran la propia negación de la nación.
Para el segundo periodo del franquismo, y retomando la obra de Carolyn P. Boyd, la autora apunta a la revista “Annales”, a los marxistas y a los revisionistas británicos como primeras influencias en la reelaboración docente de la historia española a partir de 1953 . Por medio de las nuevas visiones que proponen Pierre Vilar o Vicens Vives, la historia de España sale del “gueto de diferencia”, despojándose de su función formativa desde 1957 (en adelante, se ocupará de esto la asignatura F.E.N.) y acercando los temarios a un ámbito más relacionado con la humanidad, hecho debido a la apertura y a los acuerdos del Consejo de Europa (1950-59) sobre los contenidos escolares en esta materia, que abandonan los tópicos nacionalistas para buscar una Europa unida más por su pasado común (clasicismo, feudalismo, Ilustración) que por sus diferentes recorridos estatales. La respuesta fue la creación de un plan que empezaba a contemplar a la historia como “una herramienta necesaria en la lucha por el progreso material y moral del hombre” .
VI. LA ENSEÑANZA DEL NACIONALISMO DESDE LA TRANSICIÓN
Para este periodo acudiré a la obra de Ramón López Facal, que lo inicia, desde el punto de vista docente, algunos años antes, en concreto con la Ley Villar-Palasí (1970-76), que despojó a la historia de los viejos tópicos, aunque “el concepto de nación esencialista, histórico-organicista, nacido como justificación de los emergentes estados-nación del siglo XIX, continúa gozando de una extraordinaria vitalidad” .
El nacionalismo esencialista sigue presente en unos manuales colectivos y heterogéneos ante el desconcierto generado por el cambio, no proponiendo otra fórmula en este momento. Como ejemplo de la idea de nación podemos acudir al manual de 7º de EGB de la editorial SM (1974, pág. 138): “La nación es un conjunto de personas con el mismo origen étnico; con la misma cultura: idioma, tradiciones, folclore; con la misma historia; con conciencia de pertenecer a esa comunidad” .
Tras la muerte de Franco, la crisis del nacionalismo español se hace evidente en la omisión del tema de los manuales escolares, hablando de “España” y “lo español” sin aclarar sus términos, pero se amplía el proceso histórico de “nación española” de forma aséptica y cuidadosa desde los visigodos, siendo el centralismo un proceso histórico devenido . El autor hace un análisis de los manuales de mayor difusión, comenzando por el de Julio Valdeón (Anaya, 3º de BUP, 1977) , en el que destaca sus simpatías por el proceso de unión española desde los Reyes Católicos, justificada ideológicamente por el humanismo, que resucita la idea de una sola cabeza peninsular. El manual de Vilá Valentí (Anaya, 3º de BUP, 1978) , hace un discurso nacionalista incorporando las tesis de Américo Castro de España como nación construida sobre diversos estratos culturales sobre un territorio estrictamente limitado desde sus orígenes. El mayor sesgo nacionalista es advertido por el autor en la editorial Santillana (obra colectiva de 1977 para BUP) , que incide en la labor unificadora desde Sisebuto y con culminación en los Reyes Católicos, aunque ese tipo de unión es definida siempre como dinástica, no nacional.
Con el advenimiento de la LOGSE, López Facal cita la definición que impera en los manuales sobre “nación moderna”, explicada como realidad política desde el siglo XVIII gracias a la acción del centralismo borbónico (sea lo que sea esta “nación moderna”). Los libros de texto aluden ahora a los deseos autonómicos de las burguesías vasca y catalana (aunque no explican por qué ni para qué, y además, la dirección de la burguesía es falsa en el caso vasco), y definen al nacionalismo como una respuesta a razones históricas, étnicas, lingüísticas y culturales, pero como fenómeno del siglo XIX (¿no lo es en el XX?) . En definitiva, nada indica que exista un nacionalismo español .
En 1992, la LOGSE estableció 28 criterios de evaluación, pero frente a una posible proliferación de contenidos libres y distintos, la realidad fue un asombroso parecido entre todos los textos . La aparición de editoriales nacionalistas subestatales (caso de “A nosa terra”, en Galicia) sólo cambian el referente esencialista, cometiendo errores de falta de exactitud o interpretaciones muy subjetivas (exaltación de la época de Gelmírez, las guerras irmandiñas, o denominación de “siglo oscuro” al reinado de los Reyes Católicos). Galicia sería, en este caso, una nación a causa de sus raíces históricas . Hay otras líneas de docencia, como los libros del Proyecto Cronos (ediciones de la Torre, 1995), de tono más abierto, pero con la hostilidad marxista (Hobsbawm) hacia los nacionalismos, El autor cita un volumen de 3º de ESO de esta editorial (capítulo II, pág. 11), en el que pone en boca de un extraterrestre que “los humanos se matan porque haya más fronteras y banderas, más estados, pues no parecen suficientes” . En este libro se define la nación como grupo que se identifica y siente como componente de una comunidad, diferente de las demás comunidades, en la que se integran por lengua, cultura y pasado común. El estado, como creación artificial por ser una organización política, una estructura de poder sobre un colectivo y su territorio.
López Facal concluye que desde la Transición sigue sin abandonarse la explicación de la historia desde el punto de vista del primordialismo, aunque éste sea criticado (la nación se explica como ente natural, y el estado como creación artificial), continuando la obsesión por definir un concepto en lugar de incidir sobre el análisis y reflexión de los procesos de construcción nacional y génesis de los nacionalismos .
En 1996 tuvo lugar un hecho muy significativo acerca del poder político que atesora la historia como forma de transmitir la idea de identidad, que fue el debate surgido tras el discurso de la ministra de educación, Esperanza Aguirre, en la Real Academia de la Historia y su plan de mejora de las humanidades (Proyecto de Decreto de Mínimos), elaborado por la Fundación Ortega y Gasset para la ESO (1997). El debate traspasó el ámbito profesional y fue utilizado políticamente desde varias posiciones, llegando a generar foros de opinión populares y electoralistas más cercanos a veces al espectáculo televisivo que a un debate en profundidad del problema. Este último se llevaría a cabo en una serie de ponencias de diferentes historiadores recogidas y editadas por José María Ortiz de Orruño .
En ellas se expusieron con claridad las posturas de estos profesionales. Javier Tusell , por su parte, incidió en la necesidad de elaborar un “libro blanco” de la enseñanza, tratando de evitar los aluviones de datos (que a su juicio contenía el plan) y en favor de una mayor comprensión del pasado en lugar de idealizarlo. Asimismo, sacar el debate del ámbito político y contemplar la historia de España de forma plural, desde el punto de vista de, en palabras de Altamira, atender a la “diversidad interior del pueblo español”. Pedro Ruiz Torres incide en los mismos puntos, destacando que la diversidad es consustancial al patriotismo constitucional.
Celso Almuiña acusó a las comunidades autónomas de localismo y de olvidar la enseñanza de lo común, proponiendo un triple cometido: reconstruir la memoria colectiva de forma rigurosa, formar una conciencia cívica y democrática y fomentar la sensibilidad histórica para poder valorar la herencia recibida.
Justo Beramendi destaca que la situación se debe al fracaso del proceso nacionalizador, lamentándose de que en España la historia no se desvincule de la política. Beramendi describe los efectos paradójicos del Estado de las Autonomías, como es la desactivación de la radicalización periférica, pero fomentando las identidades nacionales alternativas, lo que produce el rearme moral del nacionalismo español como respuesta, siendo imprescindible un acuerdo de compromiso historiográfico.
Para Carlos Forcadell , la historia es incompatible con el nacionalismo, por lo que el problema reside en el uso que se le da fuera del ámbito profesional, como en los medios audiovisuales, a su juicio, de tendenciosidad manifiesta. Manuel González de Molina suscribe esta tesis, y recuerda el ideario del nacionalismo progresista, de Argüelles a Azaña, en cuya elaboración participaron todas las élites.
Juan Cullá y Borja de Riquer piden respeto a la multiculturalidad desde el Estado, y al Estado desde las historias locales, denostando el esencialismo a favor de una cultura plural no jerarquizada. En cuanto a las historias locales, Manuel Montero apunta que el País Vasco ha ganado en historiadores, que han vencido a los ideólogos, aunque “hay una imagen confusa, deslabazada y caótica del pasado”, por indefinición en los términos y adopción de gestos nacionalistas.
Antonio Morales se muestra de acuerdo con la idea del Gobierno de que el localismo y la incoherencia normativa ha producido una grave crisis de la identidad española, proponiendo una idea de España como conjunto de culturas ibéricas, apelando a la idea acuñada por el profesor Jover de España como nación de naciones.
Para Rafael Valls , el Gobierno ha hizo una “contrarreforma” al plan socialista, pecando de excesiva temática y datos puntuales, además de ser un programa cerrado a otras colaboraciones.
El propio Ortiz de Orruño cita que la historia no es algo inmutable, sino una convención social, afirmando que “lo importante no es tanto saber lo que fuimos, sino lo que queremos ser”. La historia puede ser utilizada como “munición patriótica” o como flexibilizadora de posturas frente a una realidad plural y compleja.
VII. CONCLUSIONES
Comenzando por Carlyn P. Boyd, afirma que desde el siglo XIX hay un constante recurso al pasado desde todos los ángulos nacionalistas, siendo éstos más fuertes en cuanto a que hayan sabido despertar la fe popular por medio de una trayectoria histórica común. El débil estado oligárquico, unido a una fragmentación del inadecuado sistema escolar y a la división de la clase política, han contribuido al cuestionamiento tanto de la historia como de la identidad por los grupos de oposición .
Afirma que tanto la dictadura de Primo de Rivera como la República, no tuvieron tiempo de asentar sus parámetros ideológicos y docentes. El periodo franquista tampoco fue capaz de hacer penetrar su ideología en la población, comenzando por la propia incapacidad del Estado para satisfacer la demanda educativa (inercia institucional monolítica) y terminando por la visión divisoria de la sociedad. Como cita, “una definición de nación que justificaba la victoria de la mitad de sus miembros sobre la otra mitad y que elevaba la miseria y la humillación al estatus de virtudes nacionales no podía arraigar muy profundamente” . Por último, indica que “la determinación de utilizar la historia (nacionalistas cívicos y autoritarios) para justificar sus respectivos proyectos políticos convirtió el pasado español en terreno de conflicto cultural” . Para esta autora, “los libros de texto y los métodos tradicionales de enseñanza no se adaptaron debidamente para su misión de imbuir el conocimiento, los hábitos y los sentimientos que tanto los reformadores demócratas como la derecha nacionalcatólica asociaban a los fines de la educación, en oposición a la instrucción” .
Establece una divisoria importante den los años 50, cuando el Estado es incapaz de construir un pasado acorde a los nuevos tiempos (“abdicación del Estado”), hecho que dejó vía libre a los historiadores para reformular de nuevo la historia, cuestionando la “diferencia española” y el mito de nuestra incapacidad para llevar a cabo una vida política y económica moderna, hecho que ayudó a legitimar gran parte del periodo franquista. La Constitución abrió definitivamente una gran variedad de procesos de interiorización de la realidad nacional que dificultaban la legitimidad histórica del Estado .
Actualmente, afirma que los historiadores se niegan a construir un nuevo tipo de nacionalismo, rehuyendo el conflicto y generando consecuencias en la forma de organizar la historia en los programas educativos, para lo que aporta algunas soluciones, como buscar un sentimiento de identidad nacional no incompatible con los sentimientos nacionalistas subestatales o que el Estado debe “reocupar como ideología civil el territorio de nuestra historia”. Para concluir, dos interesantes párrafos: “si la nueva democracia española no es capaz de inventar por sí misma una historia que no se a la suma de las historias separadas de las nacionalidades que la componen, entonces cabe la posibilidad de que pierda la batalla por mantener un equilibrio entre integración y autonomía” . “Lo que no se puede hacer es regalar el pasado a los demás. Que se lo quedan” .
Para Juan Sinisio Pérez Garzón, es necesaria una apertura en la educación histórica que trascienda las fronteras para crear una memoria colectiva que sea útil para todos, una educación de convivencia . El autor piensa que el nacionalismo español no se ha presentado como nacionalismo, y ese es el primer punto de conflicto para entender que es España, por lo que se ha recurrido a un conjunto de relatos que sirvieran para justificar el éxito moral de un relato. Por otro lado, la historiografía actual apunta al ámbito europeo, y esto plantea igualmente un problema de la misma naturaleza . Por ello, es necesario abandonar definitivamente el discurso nacionalista tradicional para liberar a la historia de fronteras discriminatorias y cuya explicación sirva para evitar en el futuro la injusticia y el sufrimiento .
La metodología propuesta es evitar las explicaciones psicologistas y la relación entre pueblos como sumas de culturas o naciones, incidiendo en las explicaciones del pasado como frutos de relaciones favorables o injustas que han configurado nuestro presente, evitando argumentos justificativos y asumiendo la universalidad, es decir, “comprender el pasado de toda la humanidad como sistema” .
La vía por la que apuesta Pérez Garzón es un conocimiento del nacionalismo español como producto histórico, que no es inmutable ni ha agotado su fuerza política y social, incidiendo en que no debe ser un relato de ganadores y perdedores, ya que es producto de factores de muy diferente naturaleza, pues “la historia es el relato didáctico de lo intencionado y lo no intencionado” . Su tesis es el federalismo cosmopolita estoico-kantiano, no una defensa de la idea de “nación de naciones”, pues sólo aquel permite armonizar el contrato social en que se basa el civismo. En sus propias palabras, “luchar conjuntamente por un futuro en el que los pueblos a los que se ha negado la historia encuentren un destino común de justicia compartida por toda la humanidad” .
En la misma obra, Eduardo Manzano Moreno incide en el tono justificativo de la docencia nacionalista que se ha practicado en España, que reclama y no explica. El autor, en su análisis de la explicación del periodo árabe en España, incide sobre el aspecto de “españolización” de la cultura musulmana como elemento salvador que nos hace asimilable este conflictivo pasado, pues lo “español” fue el elemento distintivo de este periodo . Tras hacer un interesante recorrido por los arabistas del siglo XIX y figuras como Claudio Sánchez Albornoz, concluye que este ejemplo sirve para explicar cómo la historia nacional plasma de forma utilitarista su relato, añadiendo que el discurso nacionalista, del cual sugiere huir, es “movilizador, nunca transformador” .
López Facal afirma en su capítulo que en la educación desde la Transición a nuestros días, han desaparecido los tópicos, pero no los prejuicios, usándose tópicos no aceptables y combatiendo nacionalismo con más nacionalismo, debiendo acercarse la labor del historiador hacia el voluntarismo, la lealtad constitucional de Habermas, abandonando ideas preconcebidas para explicar el origen y evolución de una sociedad más que definir el concepto de nación .
Por último, Aurora Rivière Gomez incide sobre el aspecto teleológico y psicológico que tradicionalmente ha acompañado a cualquier historiografía española, y para ello hace una comparación entre Andalucía y Cataluña en cuanto a las diferencias del arraigo regionalista que entre ambas comunidades (de gran riqueza histórica) han generado las actividades de los historiadores, lo cual no quiere decir que en el caso andaluz haya sido por ello menos nacionalista (lo andaluz se ha asimilado a “lo español”), prueba de la similitud de discursos de fondo .
En la obra de José María Ortiz de Orruño pueden apreciarse diferentes aportaciones sobre el futuro del problema histórico-nacional, como hemos visto en el capítulo anterior, pero los debates han tenido algunos puntos comunes, como la necesidad de llegar a un acuerdo o compromiso historiográfico entre profesionales, tanto para establecer una correcta metodología como para sacar el debate del ámbito político, o la necesidad de enfocar las explicaciones de modo más abierto y europeísta, abandonando la profusión de datos a favor de una mayor selección de hechos realmente significativos. Como dice Miguel Artola, “no diré que el quehacer histórico está sujeto a modas, pero resulta incuestionable que las perspectivas teóricas y metodológicas sobre las que realizamos nuestro trabajo han cambiado. Pero no tanto como para pensar que se acerca el fin de la política y que el poder (o el Estado) van a desaparecer para dejar paso a la administración de las cosas” .
El problema de la explicación de España, a veces eludido, a veces circundado, sigue en el debe de la actividad histórico-docente, y no sólo en este ámbito. En palabras del propio Artola, “sin determinar qué España, resulta muy difícil precisar qué historia” .
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