sábado, 8 de noviembre de 2025

SER Y CIENCIA

    La pregunta por el ser (vuelvo a mi obsesión parmenídea) no es más que la búsqueda de algo de lo que te puedas fiar. Y te fías de algo porque no puedes cambiarlo: existe a pesar de ti. Pero ¿cómo conocerlo? somos conscientes de que nuestra percepción a veces nos engaña, y por ello buscamos febrilmente el asidero que nos evite el temor a zozobrar en un magma desconocido.

    No solo nos engañan los sentidos; también lo puede hacer la razón, a la cual podemos llegar bien desde la pura reflexión formal o desde el material aportado por los sentidos. Ya se dijo en la Teogonía, cuando a Hesíodo hablaron las Musas Heliconíadas: “sabemos decir muchas mentiras con apariencia de verdades; y sabemos, cuando queremos, proclamar la verdad”.

    En la posmodernidad nos hemos puesto chulos: si no estamos seguros de poder conocer lo real, esto será lo que yo diga. Y como así no funciona, nos vemos abocados a aceleracionismos, especulaciones, teleoplexias o hipersticiones. Vamos, que si no puedo conocer el juguete, pues lo rompo. ¿Estamos seguros de que el ser quiera saber algo de nosotros, después de centurias de antropocentrismo?

    Los filósofos plantean, especulan, y por ello se les mira de reojo y con cierta desconfianza (también se lo han ganado con sus, a veces, abtrusos razonamientos), pero cuando no sabemos dónde ir o debemos tomar decisiones de calado, hacia ellos miramos. Podemos discutir si la filosofía primera es la estética o la gnoseología, pero está más que claro que la última es la ética (escala de valores para la preservación de la vida propia), en primer grado, y la moral (lo mismo, pero para la comunidad, en segundo. Este es el valor de la filosofía, enseñarnos a decidir sobre aquello que resulta útil para nuestra existencia. Sin este objetivo el conocimiento es fútil, y por ello la filosofía es filokrisis (amor a la decisión).

    Cuando la filosofía comenzó a dar respuestas acerca del ser y de la realidad, sus aseveraciones fueron sistemáticamente comprobadas y verificadas (si así procedía) para su practicidad. La ciencia fue ganando terreno al conocimiento filosófico caminando junto al fenómeno, la metodología y la lógica. Cuando la ciencia alcanzó la mayoría de edad formal, los filósofos continuaron con su lenguaje intrincado e incomprensible para la gran mayoría, dando la impresión de que iba en defensa de un gremio corporativo, como los letrados o los médicos, cuyas jerigonzas y letras quedan entre el colectivo, como la escritura procesal o la caligrafía de recetas. Ese fue el principio del fin de la filosofía como patrimonio público, la ciencia daba respuestas (no trataba de que nadie entendiese las explicaciones). La filosofía se entendía de forma intermitente, y no daba respuestas claras, universales; en todo caso, principios en los que militar.

    La ciencia adoptó el lenguaje lógico para deducir e inducir, para hacer hipótesis ad hoc y para establecer cuáles son aquellos factores que anularían lo que afirmamos. Cuando la filosofía llegó al tope en su batallar con los sentidos y referencias, cuando se hizo un ovillo con el propio lenguaje que había creado, la ciencia continuó confrontando lo pensado con el fenómeno y si se deja, con el noúmeno, que tanto da para su valor heurístico. Todo el lenguaje que antaño fue filosófico, hoy es científico, pues ha adoptado su uso en lugar de ser analizado como simples fonemas. Esta es la forma de entender para avanzar o, al menos, permanecer.

    Parece razonable agradecer hoy día a la ciencia el camino recorrido, ayudarla para que nos siga iluminando y servirnos de sus aportaciones para tomar decisiones. No abandonemos el lenguaje que sirva, que se entienda (lo útil siempre acaba siendo entendido). Se tarda mucho en entender a Nick Land, por poner un ejemplo de filósofo de estos tiempos: te tienes que tragar sus numogramas y ciberpunkadas para encontrar, allá por las cincuenta páginas de lectura, la primera perla útil. Solo los que se atreven a machetazos por la intrincada selva de descoyuntes e inconexiones llegarán a ver la luz, pero serán pocos, y les pasará como al prisionero de la caverna, que al final será amenazado de muerte por los asustados compañeros, presos del pánico ante el temor al verdadero conocimiento.

    Se esté de acuerdo o no con la existencia o no del mundo, se comprendan o no el teorema de incompletitud de Gödel o la paradoja de Russell, es esperanzador el intento de Markus Gabriel para armonizar las cosas en campos de sentido. Todos juegan: personas, arañas, sistemas, camareros, unicornios… todo interactúa para dotar de sentido, de dirección al cosmos. ¿Qué más queremos?: ciencia y filosofía, ámbitos para actuar, para decidir. Esto es ética, independientemente de que exista un mundo o no; lo importante es que hay una propuesta lógica para poder decidir. Además, con ello se afirma que algo es o está, dependiendo de su influencia en el “alrededor”; una forma muy inteligente de hacer el entorno amigable, en lugar de confuso y amenazante.

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