La pregunta por el ser (vuelvo a mi obsesión parmenídea) no es más que la búsqueda de algo de lo que te puedas fiar. Y te fías de algo porque no puedes cambiarlo: existe a pesar de ti. Pero ¿cómo conocerlo? somos conscientes de que nuestra percepción a veces nos engaña, y por ello buscamos febrilmente el asidero que nos evite el temor a zozobrar en un magma desconocido.
No solo nos
engañan los sentidos; también lo puede hacer la razón, a la cual podemos llegar
bien desde la pura reflexión formal o desde el material aportado por los
sentidos. Ya se dijo en la Teogonía, cuando a Hesíodo hablaron las Musas
Heliconíadas: “sabemos decir muchas mentiras con apariencia de verdades; y
sabemos, cuando queremos, proclamar la verdad”.
En la
posmodernidad nos hemos puesto chulos: si no estamos seguros de poder conocer
lo real, esto será lo que yo diga. Y como así no funciona, nos vemos abocados a
aceleracionismos, especulaciones, teleoplexias o hipersticiones. Vamos, que si
no puedo conocer el juguete, pues lo rompo. ¿Estamos seguros de que el ser quiera
saber algo de nosotros, después de centurias de antropocentrismo?
Los
filósofos plantean, especulan, y por ello se les mira de reojo y con cierta
desconfianza (también se lo han ganado con sus, a veces, abtrusos
razonamientos), pero cuando no sabemos dónde ir o debemos tomar decisiones de
calado, hacia ellos miramos. Podemos discutir si la filosofía primera es la
estética o la gnoseología, pero está más que claro que la última es la ética
(escala de valores para la preservación de la vida propia), en primer grado, y
la moral (lo mismo, pero para la comunidad, en segundo. Este es el valor de la
filosofía, enseñarnos a decidir sobre aquello que resulta útil para nuestra
existencia. Sin este objetivo el conocimiento es fútil, y por ello la filosofía
es filokrisis (amor a la decisión).
Cuando la
filosofía comenzó a dar respuestas acerca del ser y de la realidad, sus
aseveraciones fueron sistemáticamente comprobadas y verificadas (si así procedía)
para su practicidad. La ciencia fue ganando terreno al conocimiento filosófico
caminando junto al fenómeno, la metodología y la lógica. Cuando la ciencia
alcanzó la mayoría de edad formal, los filósofos continuaron con su lenguaje
intrincado e incomprensible para la gran mayoría, dando la impresión de que iba
en defensa de un gremio corporativo, como los letrados o los médicos, cuyas
jerigonzas y letras quedan entre el colectivo, como la escritura procesal o la
caligrafía de recetas. Ese fue el principio del fin de la filosofía como
patrimonio público, la ciencia daba respuestas (no trataba de que nadie
entendiese las explicaciones). La filosofía se entendía de forma intermitente, y
no daba respuestas claras, universales; en todo caso, principios en los que
militar.
La ciencia
adoptó el lenguaje lógico para deducir e inducir, para hacer hipótesis ad hoc y
para establecer cuáles son aquellos factores que anularían lo que afirmamos.
Cuando la filosofía llegó al tope en su batallar con los sentidos y
referencias, cuando se hizo un ovillo con el propio lenguaje que había creado,
la ciencia continuó confrontando lo pensado con el fenómeno y si se deja, con
el noúmeno, que tanto da para su valor heurístico. Todo el lenguaje que antaño
fue filosófico, hoy es científico, pues ha adoptado su uso en lugar de ser analizado
como simples fonemas. Esta es la forma de entender para avanzar o, al menos,
permanecer.
Parece
razonable agradecer hoy día a la ciencia el camino recorrido, ayudarla para que
nos siga iluminando y servirnos de sus aportaciones para tomar decisiones. No
abandonemos el lenguaje que sirva, que se entienda (lo útil siempre acaba
siendo entendido). Se tarda mucho en entender a Nick Land, por poner un ejemplo
de filósofo de estos tiempos: te tienes que tragar sus numogramas y ciberpunkadas
para encontrar, allá por las cincuenta páginas de lectura, la primera perla
útil. Solo los que se atreven a machetazos por la intrincada selva de
descoyuntes e inconexiones llegarán a ver la luz, pero serán pocos, y les
pasará como al prisionero de la caverna, que al final será amenazado de muerte
por los asustados compañeros, presos del pánico ante el temor al verdadero
conocimiento.
Se esté de
acuerdo o no con la existencia o no del mundo, se comprendan o no el teorema de
incompletitud de Gödel o la paradoja de Russell, es esperanzador el intento de
Markus Gabriel para armonizar las cosas en campos de sentido. Todos juegan:
personas, arañas, sistemas, camareros, unicornios… todo interactúa para dotar
de sentido, de dirección al cosmos. ¿Qué más queremos?: ciencia y filosofía,
ámbitos para actuar, para decidir. Esto es ética, independientemente de que
exista un mundo o no; lo importante es que hay una propuesta lógica para poder
decidir. Además, con ello se afirma que algo es o está, dependiendo de su
influencia en el “alrededor”; una forma muy inteligente de hacer el entorno
amigable, en lugar de confuso y amenazante.
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